En una ciudad donde la semana tenía solo siete días, una niña llamada Lira soñaba con un octavo. Le preguntaba a sus maestros, a su familia, incluso a los relojes, pero nadie sabía de qué hablaba. “Solo hay siete días, y eso es todo”, le repetían. Pero Lira lo sentía distinto: cada noche, antes de dormir, veía una puerta en sus sueños, marcada con un número 8 brillante.
Un amanecer extraño, cuando la ciudad estaba completamente en silencio, Lira decidió seguir esa visión. Caminó hasta una colina solitaria donde nunca había estado y encontró una puerta solitaria flotando en el aire. No estaba unida a ninguna pared. Solo la puerta, suspendida. Al tocar el pomo, el mundo a su alrededor pareció quedarse quieto.
Al cruzar el umbral, no encontró un lugar, sino un tiempo. Era un día completamente diferente: el cielo tenía colores nuevos, los árboles susurraban secretos en lenguas olvidadas, y el sol no calentaba, sino que abrazaba. Allí, el tiempo no corría. Las personas no estaban apuradas ni aburridas. Todos vivían como si solo ese día existiera.
Lira regresó al mundo de los siete días, pero nunca lo volvió a ver igual. A veces, cuando cierra los ojos, vuelve a cruzar la puerta del día número ocho. Y aunque nadie le cree, ha empezado a enseñar a otros a imaginarlo. Porque tal vez el octavo día no se encuentre en el calendario, sino en la forma en que elegimos vivir los otros siete.

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