En una aldea donde nunca salía el sol y el cielo era siempre gris, vivía un niño llamado Luca. Desde pequeño, había mostrado un don especial para la pintura. Aunque todos vivían resignados bajo la eterna nube, él insistía en pintar cielos azules, amaneceres naranjas y atardeceres dorados. Nadie entendía por qué pintaba lo que nunca había visto.
Un día, decidió subir a la montaña más alta con sus pinceles y un gran lienzo blanco. Durante días enteros, pintó sin descanso: nubes suaves como algodón, soles radiantes, estrellas titilantes. Cuando terminó, colgó su obra entre dos peñascos y se durmió exhausto. Mientras dormía, un viento cálido comenzó a soplar.
Al amanecer, los aldeanos notaron algo diferente: por primera vez en décadas, el cielo mostraba un tenue color celeste. El gris se estaba desvaneciendo. Subieron a la montaña y encontraron el lienzo de Luca flotando como una bandera. Pero él no estaba. Solo quedaba su pincel, clavado en la tierra como una lanza de colores.
Desde aquel día, el cielo cambió poco a poco. Cada mañana tenía un matiz distinto, como si alguien lo siguiera pintando desde las alturas. Los aldeanos nunca olvidaron a Luca, el niño que creyó en el color antes de verlo y que, con sus pinceles, devolvió la luz a su mundo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario