sábado, 17 de mayo de 2025

El Bosque de las Mil Luces

El Bosque de las Mil Luces

En la frontera entre los reinos de Mornea y Aldamar, había un bosque al que nadie se atrevía a entrar tras el crepúsculo. No porque fuese peligroso, sino porque era demasiado hermoso. Los aldeanos lo llamaban El Bosque de las Mil Luces, pues cuando la noche caía, luciérnagas de colores imposibles lo cubrían como una bóveda de estrellas vivientes.

Se contaba que quien pasara una noche en su corazón recibiría un don, pero también que no todos volvían iguales.

Lira era una joven aprendiz de herbolaria que vivía en la aldea de Helvar. Desde pequeña había escuchado sobre aquel lugar de labios de su madre, quien siempre advertía:

“La belleza es un velo que esconde secretos, Lira. No todo lo que brilla es para tocar.”

Pero la muchacha tenía una curiosidad tan grande como su bondad. Y cuando su padre enfermó de un mal que ningún remedio podía aliviar, Lira decidió arriesgarse.

Sabía que en el centro del Bosque de las Mil Luces crecía una flor llamada lúmen de aurora, capaz de sanar cualquier dolencia. Solo florecía bajo la luz de las criaturas mágicas, y solo una vez cada siglo.

Sin decírselo a nadie, Lira se internó en el bosque al anochecer. Al principio, todo parecía común: árboles altos, senderos de hojas secas, y el murmullo lejano de un arroyo. Pero cuando el último rayo de sol desapareció, el mundo cambió.

Miles de pequeñas luces flotaron desde las ramas y la hierba, cubriendo el bosque con una claridad etérea. No eran luciérnagas comunes: algunas eran azules como zafiros, otras doradas como el sol, y algunas parecían pequeños planetas girando en miniatura.

Lira avanzó guiada por su instinto, maravillada por la belleza que la envolvía.

En una pradera escondida, la encontró: una flor de pétalos traslúcidos que pulsaban con un brillo suave, como si respirara.

Pero no estaba sola.

Una figura se encontraba junto a ella. Era un anciano de barba blanca y ojos color ámbar, vestido con ropajes hechos de hojas y luz. Sonreía.

—Has llegado hasta aquí con valor —dijo con voz profunda, como el viento entre los árboles—. ¿Por qué buscas la flor, niña?

Lira no titubeó.

—Para salvar a mi padre.

El anciano asintió.

—Muchos vienen por poder, por gloria o por codicia. Tú lo haces por amor. Así debe ser.

Le entregó la flor y le colocó una pequeña esfera luminosa en la palma de la mano.

—Guárdala bien. Cuando tu corazón dude o la oscuridad te reclame, esta luz te recordará quién eres.

Lira agradeció y regresó a su aldea. Al tocar a su padre con los pétalos de la flor, la enfermedad desapareció como si jamás hubiese existido.

Con el tiempo, Lira se convirtió en la mejor herbolaria de la región, y cada vez que una vida pendía de un hilo, ella acudía al bosque, sabiendo que sería bien recibida.

Porque en el Bosque de las Mil Luces, la bondad no se olvida. Y quienes entran con el corazón puro, siempre encuentran un camino de regreso.


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