La Mujer del Pozo Antiguo
En el pequeño pueblo de Lúgora, escondido entre colinas cubiertas de neblina, había una leyenda que todos conocían pero nadie se atrevía a mencionar en voz alta: la historia de La Mujer del Pozo Antiguo.
A las afueras, cerca del bosque de sauces, se alzaba un pozo de piedra, tan viejo que nadie recordaba quién lo había construido. Sus bordes estaban cubiertos de musgo, y en las noches de luna nueva, decían que se escuchaban lamentos ascendiendo desde su interior.
Los ancianos advertían a los niños:
“Jamás te acerques al pozo si escuchas tu nombre, o ella vendrá a buscarte.”
Mateo, un muchacho curioso de diecisiete años, había crecido escuchando esas historias. Pero a diferencia de sus amigos, que las temían, él las buscaba. Le fascinaba lo prohibido, lo oculto, lo que vivía en los rincones olvidados.
Una tarde de verano, tras una fuerte tormenta, Mateo salió al bosque en busca de moras silvestres. La tierra húmeda olía a hojas podridas y savia. Al pasar junto al pozo, sintió un escalofrío recorrerle la espalda. El viento, casi imperceptible, parecía murmurar su nombre.
—Mateo…
Se detuvo, el corazón latiéndole con fuerza. Miró a su alrededor. No había nadie.
—Mateo… ven.
La voz era dulce, triste, como un canto lejano.
Contra todo lo que le habían enseñado, Mateo se acercó al borde del pozo. Se asomó y solo vio oscuridad, una negrura tan densa que parecía absorber la luz. Pero entonces, algo se movió en el agua.
Una mano pálida, de dedos largos y huesudos, emergió, seguida por un rostro de mujer. Su cabello negro flotaba en la superficie como algas oscuras, y sus ojos eran de un gris lechoso.
—Te estaba esperando —dijo la mujer, con una voz quebrada.
Mateo intentó retroceder, pero una fuerza invisible lo mantuvo en su sitio.
—No tengas miedo —continuó—. He esperado tantos años… sólo quiero que alguien escuche mi historia.
La mujer le contó que, hacía siglos, había sido acusada injustamente de brujería. La ataron y arrojaron al pozo durante una noche de tormenta. Desde entonces, su espíritu quedó atrapado, condenada a vagar entre las aguas estancadas, buscando una voz que le respondiera.
—Sólo tú puedes liberarme —susurró.
Mateo, aunque asustado, sintió compasión. Sacó un pequeño amuleto que su abuela le había dado, una cruz de madera. Lo lanzó al pozo.
El agua comenzó a hervir y las piedras temblaron. La mujer gritó, pero su voz se desvaneció en un eco lastimero.
Al día siguiente, los aldeanos encontraron el pozo vacío, seco como si nunca hubiera contenido agua. Y Mateo, con la mirada perdida y los cabellos encanecidos, sentado al borde, repitiendo una sola frase:
“Ella ya no está, pero otros vendrán.”
Desde entonces, el pozo quedó sellado con piedras talladas, y nadie volvió a hablar de la Mujer del Pozo.
Pero en las noches de tormenta, algunos aseguran escuchar voces llamando desde donde antes estuvo.
Y a veces… llevan tu nombre.
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