El Libro que Nunca Es Igual
En una diminuta librería olvidada entre dos edificios de ladrillo en Ravenholm, existía un rincón polvoriento que los clientes rara vez visitaban. Detrás de una cortina de terciopelo azul, una estantería marcada como “Prohibidos y Perdidos” albergaba volúmenes que ningún otro local se atrevía a conservar.
Lucas, estudiante de literatura antigua, descubrió aquel lugar en una tarde lluviosa, cuando la niebla cubría las calles y los faroles apenas iluminaban el empedrado. Le gustaban los libros viejos, de páginas amarillentas y olor a tiempo detenido.
Fue allí donde lo encontró.
Un libro sin título, encuadernado en cuero oscuro, con una cerradura sin llave y una inscripción en letras doradas desgastadas:
“Ad Vitam Aeternam”.
La anciana librera, una mujer diminuta con un ojo lechoso y voz de papel, negó con la cabeza al verlo tomarlo.
—Ese libro no es para cualquiera —advirtió—. Cambia… a voluntad.
Lucas, intrigado, preguntó cuánto costaba.
—No se vende —susurró ella—. Si te lo llevas… será tuyo para siempre.
Algo en la advertencia no sonó a metáfora.
Sin pensarlo, Lucas lo deslizó bajo el abrigo y salió con el corazón latiendo con fuerza.
Esa noche, en su apartamento, lo abrió por primera vez.
La primera página estaba en blanco.
Luego, surgieron letras que parecían brotar de la nada, formando palabras que relataban un episodio de su infancia que él mismo había olvidado: una noche de verano, una luciérnaga atrapada en un frasco y un beso fugaz de una niña llamada Elira.
El relato terminaba con una frase:
“Nada permanece… todo cambia.”
Intrigado, Lucas cerró el libro.
Al abrirlo de nuevo, las páginas eran distintas. Ahora narraban una historia medieval de un caballero sin nombre que buscaba a una mujer idéntica a la joven Elira, en una aldea devastada por el fuego.
Cada vez que lo abría, el contenido cambiaba.
A veces, contaba futuros posibles, muertes, amores no vividos, traiciones. En otras, relataba hechos que nadie debía saber: los secretos de sus amigos, los pensamientos ocultos de sus vecinos, incluso sueños que jamás había confesado.
Lucas pronto se obsesionó.
Dejó de comer, de dormir. Solo quería leer lo que el libro le mostraba, incapaz de apartarse de su hechizo.
Pero cada historia era más oscura.
Una noche, abrió el libro y leyó su propia muerte. Descrito con tal detalle, que sintió el frío de la hoja que, según el relato, alguien clavaría en su espalda a las 3:06 de la madrugada.
Lucas miró el reloj. Eran 3:03.
El apartamento estaba en silencio, pero una sombra se movió junto a la ventana.
Corrió hacia la puerta, pero el libro, abierto sobre la mesa, lo llamaba con una última frase escrita:
“El conocimiento cuesta, lector. Siempre.”
Antes de que pudiera decidir si huir o quedarse, sintió un frío intenso.
A la mañana siguiente, la anciana librera encontró el libro sobre su mostrador, sin una gota de sangre, sin rastro de Lucas.
Lo colocó de nuevo en su estante.
La inscripción dorada parecía más brillante.
Porque el libro no espera…
El libro elige.
Y ya busca a su próximo lector.
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