Jardín de las Violetas Muertas
A las afueras del pueblo de Valderan, en lo alto de una colina cubierta de hiedra, se alzaba la Mansión Gravenhurst. Abandonada desde hacía cincuenta años, nadie se atrevía a cruzar sus rejas oxidadas. Los lugareños decían que en sus corredores se escuchaban susurros, y que a veces, una figura femenina se asomaba desde la ventana del torreón.
Liliane, una joven con el cabello como la noche y una obstinación a prueba de leyendas, había oído esas historias desde niña. Pero a sus veinte años, sentía que las palabras del pueblo eran solo viejos cuentos para asustar a los curiosos.
Una tarde de otoño, al regresar del bosque, la curiosidad pudo más. Trepó la verja cubierta de enredaderas y caminó hacia la mansión, que se erguía gris y solitaria contra el cielo rojizo.
Al entrar, el aire estaba cargado de polvo y flores secas.
Sin saber por qué, sus pasos la guiaron hacia un invernadero derruido en la parte trasera de la mansión. Entre los cristales rotos y las macetas quebradas, un aroma tenue flotaba en el ambiente: violetas.
Pero las flores estaban muertas, secas hacía décadas.
En medio del invernadero, una estatua de mármol representaba a una mujer joven, de ojos tristes y una mano extendida, como esperando ser tomada.
Fue entonces cuando Liliane escuchó la voz.
—Has vuelto…
Se giró, pero no había nadie.
Un susurro, casi un aliento:
—Por fin…
El frío le erizó la piel.
De entre las sombras surgió un joven de cabellos oscuros y ropas de otra época. Sus ojos eran tan grises como las nubes de tormenta.
—¿Quién eres? —preguntó Liliane.
—Adrien —respondió—. Dueño de este lugar… y condenado a esperar.
La historia emergió como un eco antiguo. Adrien había amado a una joven llamada Violet, quien desapareció la víspera de su boda, hace cincuenta años. Los rumores decían que ella huyó con otro, pero Adrien, desesperado, había buscado durante años hasta que murió en soledad, aferrado a la esperanza.
Dicen que su alma no descansó, atada a la mansión y al invernadero donde se habían prometido amor eterno.
—No puedo dejar este lugar —susurró Adrien—. No hasta que ella regrese.
Liliane sintió una punzada en el pecho. Algo en su interior se removió, como un recuerdo olvidado.
—¿Cómo era ella? —preguntó, acercándose.
Adrien tomó una violeta seca y la colocó sobre su palma.
—Tenía tus ojos… tu voz… y juró que volvería.
Y entonces, en un instante, las memorias acudieron a Liliane como un torrente.
Ella era Violet.
Había huido la noche de su boda, pero no por desamor… sino porque su corazón había enfermado, y no quiso condenar a Adrien a una vida de dolor. Había reencarnado, y su alma había regresado.
Las violetas muertas comenzaron a florecer.
La estatua de mármol derramó una lágrima de rocío.
—He vuelto —susurró Liliane, tocando la mano extendida.
Adrien sonrió, y el tiempo se detuvo.
El invernadero resplandeció por un instante, y cuando la bruma se disipó, la mansión estaba vacía. Nadie volvió a ver a Liliane… pero los aldeanos notaron que desde entonces, cada primavera, el jardín de la vieja Gravenhurst florecía con miles de violetas vivas.
Y una pareja de figuras borrosas paseaba tomada de la mano, como hace cincuenta años.
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