En una tienda polvorienta, entre relojes antiguos y cajas musicales olvidadas, un niño llamado Elías descubrió un reloj distinto a los demás. No tenía números ni agujas, sino una esfera que brillaba tenuemente cada vez que alguien lo tocaba. El dueño de la tienda, un anciano de voz pausada, le explicó que aquel reloj no medía el tiempo, sino los recuerdos.
Intrigado, Elías colocó su mano sobre el vidrio. De inmediato, imágenes comenzaron a surgir dentro del reloj: él aprendiendo a andar en bicicleta, la primera vez que su padre le leyó un cuento, la última tarde con su abuela antes de que partiera. Cada recuerdo tenía un brillo diferente: unos cálidos, otros azules y lejanos.
El anciano le explicó que el reloj mostraba los momentos más importantes del corazón. "Los medimos sin darnos cuenta", dijo. "Pero a veces necesitamos verlos para entender lo que somos". Elías pasó horas frente al reloj, comprendiendo que muchos de sus días más felices habían estado en los detalles pequeños que solía olvidar.
Cuando se fue, el anciano le regaló una pequeña réplica del reloj. "No mostrará imágenes", le dijo, "pero cada vez que lo mires, recordarás que el tiempo más valioso no es el que pasa, sino el que se queda contigo". Y así, Elías aprendió a valorar no los minutos, sino los momentos.

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