La Novia de Hielo
Hace mucho, en una tierra de montañas blancas y lagos congelados, existía una aldea llamada Lunebräu, perdida entre los riscos. Los inviernos allí eran largos y crueles, y la nieve caía durante meses, cubriendo los caminos y silenciando los bosques.
Se contaba una leyenda: cada cien años, el espíritu del invierno bajaba de las cumbres para buscar un corazón humano capaz de amar algo tan frío y eterno como ella.
Nadie lo creía, salvo Mathis, un viajero solitario que recorría los pueblos vendiendo especias, telas y cuentos de lugares lejanos. Una tarde de diciembre, atrapado por una tormenta inesperada, Mathis se refugió en una cabaña abandonada junto a un lago helado.
El viento aullaba como lobos hambrientos, y la nieve golpeaba las ventanas. Mathis se sentó junto a la vieja chimenea apagada y, exhausto, se quedó dormido.
Lo despertó un canto.
Suave, triste, como una canción de cuna olvidada.
Frente a él, de pie en medio de la nieve que entraba por la puerta abierta, había una mujer. Su piel era de un blanco tan pálido como la luna reflejada en el hielo, y su cabello caía como cascadas de nieve fresca. Vestía un manto de escarcha que parecía flotar a su alrededor.
Sus ojos eran tan claros que parecían transparentes.
—¿Por qué temes al invierno? —preguntó con voz de cristal.
Mathis, que jamás había creído en fantasmas ni espíritus, sintió algo diferente. No era miedo… era una melancolía antigua, un eco de siglos pasados.
—No temo —dijo él—. Me asombra.
La mujer sonrió. Se presentó como Iselra, hija de las nieves eternas, espíritu de las cumbres.
Esa noche, conversaron junto al fuego que ella, de algún modo, encendió con un gesto. Mathis le habló de los desiertos ardientes, de mares infinitos, de mercados bulliciosos. Iselra, en cambio, le narró historias del viento que esculpe montañas, de lagos que cantan bajo el hielo, de antiguas criaturas que duermen en la escarcha.
Noche tras noche, mientras la tormenta aislaba la aldea, se encontraron en la cabaña.
Y sin saber cómo, Mathis se enamoró.
Lo extraño fue que, por primera vez en siglos, Iselra sintió calor en su pecho helado.
Pero el invierno no es eterno.
Cuando la primavera amenazó con regresar, Iselra se tornó pálida, su canto más triste.
—Debo partir —susurró—. Si me quedo, me desharé en gotas de agua.
Mathis tomó su mano fría como cristal.
—Entonces llévame contigo.
Ella negó con dulzura.
—Un corazón humano no puede vivir entre la escarcha eterna… salvo que se congele.
Sin pensarlo, Mathis selló sus labios con un beso.
El hielo creció alrededor de ambos, cubriendo la cabaña, los árboles y el lago entero. Nadie volvió a ver a Mathis. Solo encontraron, en el deshielo de primavera, una figura de hielo eterno junto al lago: un hombre y una mujer, tomados de la mano.
Desde entonces, los aldeanos dicen que cada invierno, cuando las primeras nieves cubren el bosque, dos figuras pasean entre los árboles: una con cabello de plata y ojos transparentes, y otra de mirada cálida y sonrisa eterna.
Y que el invierno, desde aquel día, nunca ha vuelto a ser cruel en Lunebräu.
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