La Puerta sin Nombre
En los confines de la aldea de Mornwick, entre ruinas cubiertas de hiedra y árboles centenarios, existía una antigua puerta de piedra. No conducía a ninguna casa ni a ningún camino visible. Se sostenía sola en medio del claro, con símbolos gastados y relieves de criaturas con rostros humanos y alas de murciélago. Nadie recordaba quién la había erigido, pero desde hacía generaciones, las madres advertían a sus hijos:
“Nunca cruces la puerta sin nombre, o tu alma quedará del otro lado.”
El problema era que nadie sabía cómo se cruzaba. Podías rodearla, tocarla, o asomarte al otro lado sin peligro. Solo había una regla: al escuchar su llamada, jamás debías responder.
El joven Adrien había crecido fascinado por aquella historia. De niño había pasado horas observando la puerta, imaginando qué clase de mundo ocultaba. Con el tiempo, los demás se olvidaron de ella, pero Adrien no.
Una noche, durante el Festival de las Sombras —cuando la luna se teñía de rojo y se ofrecían ofrendas a los antiguos espíritus—, Adrien se apartó del pueblo y caminó hacia la puerta. La niebla cubría la tierra, y los árboles parecían murmurar su nombre.
Cuando llegó al claro, sintió un escalofrío. La puerta parecía distinta, más viva. Los grabados se movían sutilmente, y una tenue luz azulada se filtraba a través de sus ranuras.
Entonces, lo escuchó.
Una voz, idéntica a la suya, susurró desde el otro lado:
—Adrien…
El joven sintió cómo el vello de su nuca se erizaba. Recordó la advertencia, pero su curiosidad pudo más.
—¿Quién eres? —preguntó.
Mala idea.
La puerta vibró. Las criaturas talladas abrieron los ojos de piedra, y una figura emergió del otro lado. Era su reflejo exacto: mismo rostro, mismo cabello revuelto, pero con los ojos completamente negros y una sonrisa siniestra.
—He esperado tanto —dijo su doble—. Desde que te atreviste a imaginarme.
Adrien intentó retroceder, pero sus pies se anclaron al suelo.
—Cada vez que pensabas en qué habría aquí —continuó la figura—, me dabas forma. Cada noche de insomnio, cada historia que contabas, me alimentó.
La puerta comenzó a abrirse con un sonido de roca raspando roca. Una oscuridad líquida se derramó por sus bordes, devorando la hierba.
—Ahora, haré lo mismo allá —susurró su reflejo, avanzando hacia él.
Adrien intentó gritar, pero un viento gélido le arrancó el aliento. Lo último que sintió fue su cuerpo siendo arrastrado a través de la puerta, mientras su doble emergía, tomando su lugar.
En el pueblo, nadie notó el cambio.
Adrien volvió al festival con una sonrisa extraña, los ojos opacos y una calma inquietante. Hablaba como siempre, reía como siempre… pero quienes se atrevieron a mirarlo de cerca, juraron ver un destello de infinito vacío en su mirada.
La Puerta sin Nombre sigue en pie. Cerrada, silenciosa.
Dicen que, si alguna noche de luna roja escuchas tu propia voz susurrando tu nombre desde aquel claro, no debes responder.
Porque no todas las puertas conducen a lugares.
Algunas conducen a ti mismo… pero a la peor versión de ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario