El Lago de los Dos Soles
En el reino de Lirael, donde los días duraban tanto como un suspiro y las noches se extendían como una eternidad, existía un lago escondido entre montañas, conocido como el Lago de los Dos Soles. Su superficie reflejaba siempre dos astros dorados, aunque en el cielo sólo hubiese uno. Decían los ancianos que aquello era una maldición, fruto de un amor que ni la muerte pudo separar.
Elian, un joven guerrero de la guardia real, había oído la leyenda desde niño. Le advertían que jamás se acercara a sus aguas, pues quien osara sumergirse allí quedaría atado para siempre al reflejo de su deseo más prohibido.
Pero el corazón de Elian estaba condenado desde hacía tiempo, pues amaba en secreto a Lysandra, la heredera del trono.
Ella era como la luz al amanecer: cabello blanco como la nieve nueva, ojos de un azul imposible, y un temple que podía doblegar a cualquier consejero de la corte. Lysandra era prometida a otro, al príncipe de un reino aliado, en un pacto sellado por la guerra y el miedo.
Elian sabía que jamás podría confesar su amor. Sus miradas cruzadas en los pasillos, las manos rozándose por accidente, los silencios largos cargados de todo lo que nunca dirían… eran lo único que podía permitirse.
Hasta aquella noche.
Elian huyó de la ciudad cuando supo que al alba se celebraría el compromiso real. Cabalgó hasta el Lago de los Dos Soles, decidido a poner fin a su tormento, aunque fuese entregando su alma.
El lago parecía un espejo líquido, y en su superficie brillaban los dos soles, uno verdadero y otro nacido de algún hechizo antiguo.
—Si has de condenarme —susurró Elian—, hazlo ahora.
Se arrodilló junto a la orilla y contempló su reflejo. A su lado, apareció el de Lysandra, vestida con un sencillo manto blanco, sin corona, sin escolta. Estaba allí.
—Sabía que vendrías —dijo ella, su voz temblando.
Elian se giró, incrédulo.
—¿Cómo…? ¿Por qué…?
—Porque yo también te amo —confesó Lysandra, y una lágrima rodó por su mejilla.
El lago comenzó a brillar con una luz plateada. El reflejo de los dos soles giró, y las aguas se agitaron. Los antiguos espíritus que habitaban en su fondo despertaron, atraídos por un amor tan prohibido que ni los pactos ni la sangre podían sellar.
Una voz antigua, nacida de las montañas, habló:
—Amores condenados… Solo hay un camino.
Elian y Lysandra se tomaron de las manos. No dudaron. Juntos caminaron hacia el lago, sumergiéndose en sus aguas gélidas. El frío los envolvió, pero no soltaron sus manos.
Cuando el primer rayo de sol tocó la superficie, las aguas se calmaron.
Los aldeanos que pasaron tiempo después aseguraron que el reflejo de los dos soles jamás volvió a moverse… y que si uno miraba con atención, podía distinguir en la quietud del lago las siluetas de dos figuras entrelazadas, eternas, bajo un cielo sin fin.
Elian y Lysandra no desafiaron al destino.
Lo reescribieron.
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