La Rosa de Cristal
Cuenta la leyenda que, en el corazón del Bosque de los Susurros, florecía una única rosa hecha de cristal puro. Nadie sabía cómo había llegado allí, pero se decía que quien lograra tocar sus pétalos transparentes vería cumplido su deseo más sincero, aunque a un precio que el corazón tendría que pagar.
Isolda, una joven curandera del pueblo de Elenvan, había oído las historias desde niña. Su madre solía advertirle:
—La Rosa concede deseos, hija… pero cobra con lágrimas.
Pero Isolda no temía. Desde que Evan, su amado, cayó en un sueño profundo por una extraña fiebre que ningún brebaje ni hechizo lograban curar, su único anhelo era salvarlo.
Una noche, cuando las estrellas se alinearon formando el Círculo de Ithra, Isolda tomó su capa de viaje, una lámpara de aceite y una daga de plata. Cruzó el puente de madera que crujía sobre el río de aguas negras y se internó en el bosque.
Los árboles allí parecían murmurar su nombre. Sombras alargadas bailaban entre las hojas, y una niebla azulada cubría la tierra como un manto helado. Sin embargo, Isolda no vaciló.
Después de horas de andar, llegó a un claro donde la luna se reflejaba en una única flor: una rosa de cristal, perfecta e imposible. Cada pétalo era una pequeña joya que atrapaba la luz de las estrellas.
Isolda avanzó, pero una figura emergió entre las sombras. Era una mujer de piel pálida como la nieve, ojos negros como el vacío y cabellos del color de la noche más oscura. Llevaba una capa hecha de alas de cuervo y una corona de huesos.
—¿A qué has venido, hija de mortales? —preguntó con voz dulce y terrible.
—Vengo a salvar a quien amo —dijo Isolda, alzando la cabeza con valentía.
La dama sonrió, y sus dientes eran tan afilados como la obsidiana.
—La Rosa concede deseos sinceros —dijo—. Pero todo deseo arranca algo a cambio.
Isolda no dudó. Caminó hacia la flor, sintiendo cómo el aire se helaba a su alrededor. Cuando tocó los pétalos fríos como el invierno eterno, una visión la envolvió: Evan sonriendo, despierto y sano, tomando su mano.
Pero entonces, sintió un dolor punzante en el pecho. Al mirar hacia abajo, vio que un grano de arena dorada caía de su corazón, seguido de otro, y otro más. Supo que estaba entregando los días de su propia vida.
La dama habló:
—Cada instante que él viva, será un instante que tú pierdas.
Isolda no retrocedió.
—Entonces que él viva —susurró.
El bosque se iluminó. La Rosa desapareció, dejando una estela de polvo de cristal. La dama se desvaneció entre los árboles. Isolda cayó de rodillas, débil, pero con el alma ligera.
Al amanecer, Evan despertó en su cama, sano, sin recordar nada de su sueño.
Isolda regresó al pueblo, y aunque sus cabellos se tornaron blancos antes de tiempo y su cuerpo se volvió frágil, nunca reveló su sacrificio.
Solo los más ancianos sabían que, bajo ciertas lunas, en el claro del Bosque de los Susurros, aún puede verse la figura de una joven de cabello plateado tocando una flor invisible, mientras la dama de la noche vigila desde la sombra.
Y cuentan que el amor verdadero no siempre se mide en besos o promesas, sino en los silencios y en los sacrificios que nadie más ve.
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